Al mirar la hora me asombré de haber terminado mis diligencias antes de lo esperado. Ahora disponía de una hora libre.
Como me encontraba frente a una Iglesia, entré. Me admiré al encontrar el Santísimo expuesto en la custodia para la adoración. Es algo que me alegra y me sorprende: ¡aquí, en medio de una gran ciudad, el cielo toca la tierra.!
Deseo estar cerca de Cristo, tanto como fuera posible, por eso, me arrodillo en uno de los primeros bancos. Aquí la atmósfera es muy diferente de la que yo procedo. No logro desprenderme de todo. Vienen a mi mente acontecimientos, vivencias, pensamientos.... tomo conciencia de que no encuentro palabras para rezar. Solamente logro admirar el milagro de la Eucaristía, el misterio de este Sacramento; es como si el buen Dios me dijera, “¡Estoy aquí enteramente para ti! Quiero estar contigo” por querer estar conmigo él se entregó asumiendo las especies del pan. ¡Dios en pan! ¡Eso es incomprensible! El quiere estar conmigo para que yo pueda estar con El.
Me llamó de la calle hacia aquí. Permanezco en silencio y disfruto la cercanía de Dios.
Recuerdo el cuento, de un misionero que observó a un hombre que después de la Santa Misa dominical permanecía largo rato en la Iglesia solitaria, con los ojos fijos en el altar.
Le preguntaron qué rezaba y respondió sonriendo: “Expongo mi al alma al Sol”. Un modo profundo pero muy sencillo de rezar. También yo puedo hacerlo ahora: exponer mi alma al Sol, con todo lo que en ella vive y la conmueve. Pues rezar no quiere decir necesariamente pronunciar muchas palabras.
Rezar es, ante todo, exponer el alma Dios, al sol, acercarse a Dios; simplemente, estar junto a El. Respirar simplemente: expirar lo que existe en nuestro interior e inspirar a Dios.
Pienso en Marta y María, en cuya casa Jesús se hospedó. Marta está atareada, y anhela servirlo bien. María sentada a los pies de Jesús, asimila toda su personalidad. Permanece junto a El en una donación de amor y de adoración. Ella tiene “audiencia con el Rey de reyes”.
Ambas cosas son necesarias. La actividad y la oración. Pero, lo más valioso en nuestra vida es dedicarnos a adorar.
Ahora, le presento a Dios también la actividad de mi vida. Todo lo que he vivido, lo que llevo en el corazón, lo que soy y tengo, está ahora en su presencia. Pueda nombrarlo o no, pueda ordenarlo o no: ahora, todo está bien guardado. Adorar quiere decir, estar interiormente con Dios, para Él. Adorar quiere decir también: yo se que soy pequeño, pero ante Dios soy grande... y digo un sí a esa dependencia de Dios.
Para el niño pequeño su fuerza radica en la dependencia de su padre, y esto no lo oprime sino que le regala cobijamiento. El pensamiento de la adoración es un pensamiento filial. Sé que soy pequeño delante de Dios, soy débil. No soy Dios, soy creatura humana, con faltas y limitaciones. Dios es grande y omnipotente. Existe una diferencia muy grande entré Él y yo.
La grandeza de Dios no se resume solamente en su omnipotencia y sabiduría, sino, sobre todo, en su amor. Por eso, Él se acercó tanto a nosotros. Su amor fue tan grande, que envió a su Hijo para que se hiciera hombre, de modo que nosotros nos hiciéramos hijos de Dios. Somos grandes en Dios.
Adorar quiere decir; reconocer que somos infinitamente pequeños delante de Dios y, al mismo tiempo, alegrarnos por nuestra grandeza en Dios.
Adorar quiere decir que en todo somos dependientes de Dios. No actuar como si pudiésemos, quisiésemos, y necesitásemos hacer todo solos. ¡Cuántas veces estamos en peligro de pensar así!
Recuerdo que el P. Kentenich en una ocasión, respondió a alguien, que de tanta aflicción no sabía ya por dónde empezar ni qué hacer: “¡El buen Dios existe todavía!”
Sí, Dios mío, tú estás aquí; y cuántas veces vivo como si no fuera más así. Con cuánta frecuencia juro estar solo con mis preocupaciones, solo con mis planes. Pero si Tú, el gran y misericordioso Dios, estás tan cerca de mí, no necesito sentirme oprimido, al experimentar mi pequeñez.
Sé que no puedo modificar las situaciones. Tú lo puedes. No soy capaz de transmitir muchas cosas a mi hijos, pero tú lo puedes. Mi amor es limitado. Tú eres el Amor infinito.
Me dejo enriquecer por Ti, quiero dejar que actúes en mi vida, en mi pensar y actuar, en mi amar y sufrir. Si Tú vives y actúas en mí, seré grande en ti, pues Tú eres mi grandeza.
Entonces será grande todo lo que haga en tu fuerza.
Oh mi Dios, yo te adoro. Te adoro en tu grandeza, en tu sabiduría infinita, en tu amor eterno e infinito. Sobre todo, me gustaría ser dependiente de ti, estar DISPONIBLE para ti. Me gustaría al menos aprenderlo. Me gustaría aprender a rezar así como me enseñaste: “Hágase tu voluntad”. Señor, enséñame siempre esta oración. Enséñame a rezar así en la vida diaria, en las situaciones concretas, cuando mi corazón habla un lenguaje distinto del que debería ser.
Concédeme ejemplos que me cautiven. Condúceme siempre más cerca de ti, para que te adore no solamente en el Sacramento del amor. Enséñame a adorar tu voluntad en la vida diaria. Enséñame a rezar: “Hágase tu voluntad, cuándo, dónde y cómo quieras”.
Sé que tu mismo harás en mi lo que deseas que yo haga. En mi llevas la carga que me confías. Tú mismo amas en mí y por mí. Por ser Tú el centro de mi vida, porque tú, mi Dios y mi todo, vives y actúas en mí, puedo vivir actuar y amar.
Regreso ahora del silencio a la vida diaria. Pero no voy solo, como antes. Respiré, tomé nuevo aliento, me desahogué, descansé, me “cargué de provisiones”. Estoy nuevamente conciente de quién sostiene mi vida. Sé, otra vez, dónde está mi centro.
Fuente: Circular del las Hermanas de la Adoración
Como me encontraba frente a una Iglesia, entré. Me admiré al encontrar el Santísimo expuesto en la custodia para la adoración. Es algo que me alegra y me sorprende: ¡aquí, en medio de una gran ciudad, el cielo toca la tierra.!
Deseo estar cerca de Cristo, tanto como fuera posible, por eso, me arrodillo en uno de los primeros bancos. Aquí la atmósfera es muy diferente de la que yo procedo. No logro desprenderme de todo. Vienen a mi mente acontecimientos, vivencias, pensamientos.... tomo conciencia de que no encuentro palabras para rezar. Solamente logro admirar el milagro de la Eucaristía, el misterio de este Sacramento; es como si el buen Dios me dijera, “¡Estoy aquí enteramente para ti! Quiero estar contigo” por querer estar conmigo él se entregó asumiendo las especies del pan. ¡Dios en pan! ¡Eso es incomprensible! El quiere estar conmigo para que yo pueda estar con El.
Me llamó de la calle hacia aquí. Permanezco en silencio y disfruto la cercanía de Dios.
Recuerdo el cuento, de un misionero que observó a un hombre que después de la Santa Misa dominical permanecía largo rato en la Iglesia solitaria, con los ojos fijos en el altar.
Le preguntaron qué rezaba y respondió sonriendo: “Expongo mi al alma al Sol”. Un modo profundo pero muy sencillo de rezar. También yo puedo hacerlo ahora: exponer mi alma al Sol, con todo lo que en ella vive y la conmueve. Pues rezar no quiere decir necesariamente pronunciar muchas palabras.
Rezar es, ante todo, exponer el alma Dios, al sol, acercarse a Dios; simplemente, estar junto a El. Respirar simplemente: expirar lo que existe en nuestro interior e inspirar a Dios.
Pienso en Marta y María, en cuya casa Jesús se hospedó. Marta está atareada, y anhela servirlo bien. María sentada a los pies de Jesús, asimila toda su personalidad. Permanece junto a El en una donación de amor y de adoración. Ella tiene “audiencia con el Rey de reyes”.
Ambas cosas son necesarias. La actividad y la oración. Pero, lo más valioso en nuestra vida es dedicarnos a adorar.
Ahora, le presento a Dios también la actividad de mi vida. Todo lo que he vivido, lo que llevo en el corazón, lo que soy y tengo, está ahora en su presencia. Pueda nombrarlo o no, pueda ordenarlo o no: ahora, todo está bien guardado. Adorar quiere decir, estar interiormente con Dios, para Él. Adorar quiere decir también: yo se que soy pequeño, pero ante Dios soy grande... y digo un sí a esa dependencia de Dios.
Para el niño pequeño su fuerza radica en la dependencia de su padre, y esto no lo oprime sino que le regala cobijamiento. El pensamiento de la adoración es un pensamiento filial. Sé que soy pequeño delante de Dios, soy débil. No soy Dios, soy creatura humana, con faltas y limitaciones. Dios es grande y omnipotente. Existe una diferencia muy grande entré Él y yo.
La grandeza de Dios no se resume solamente en su omnipotencia y sabiduría, sino, sobre todo, en su amor. Por eso, Él se acercó tanto a nosotros. Su amor fue tan grande, que envió a su Hijo para que se hiciera hombre, de modo que nosotros nos hiciéramos hijos de Dios. Somos grandes en Dios.
Adorar quiere decir; reconocer que somos infinitamente pequeños delante de Dios y, al mismo tiempo, alegrarnos por nuestra grandeza en Dios.
Adorar quiere decir que en todo somos dependientes de Dios. No actuar como si pudiésemos, quisiésemos, y necesitásemos hacer todo solos. ¡Cuántas veces estamos en peligro de pensar así!
Recuerdo que el P. Kentenich en una ocasión, respondió a alguien, que de tanta aflicción no sabía ya por dónde empezar ni qué hacer: “¡El buen Dios existe todavía!”
Sí, Dios mío, tú estás aquí; y cuántas veces vivo como si no fuera más así. Con cuánta frecuencia juro estar solo con mis preocupaciones, solo con mis planes. Pero si Tú, el gran y misericordioso Dios, estás tan cerca de mí, no necesito sentirme oprimido, al experimentar mi pequeñez.
Sé que no puedo modificar las situaciones. Tú lo puedes. No soy capaz de transmitir muchas cosas a mi hijos, pero tú lo puedes. Mi amor es limitado. Tú eres el Amor infinito.
Me dejo enriquecer por Ti, quiero dejar que actúes en mi vida, en mi pensar y actuar, en mi amar y sufrir. Si Tú vives y actúas en mí, seré grande en ti, pues Tú eres mi grandeza.
Entonces será grande todo lo que haga en tu fuerza.
Oh mi Dios, yo te adoro. Te adoro en tu grandeza, en tu sabiduría infinita, en tu amor eterno e infinito. Sobre todo, me gustaría ser dependiente de ti, estar DISPONIBLE para ti. Me gustaría al menos aprenderlo. Me gustaría aprender a rezar así como me enseñaste: “Hágase tu voluntad”. Señor, enséñame siempre esta oración. Enséñame a rezar así en la vida diaria, en las situaciones concretas, cuando mi corazón habla un lenguaje distinto del que debería ser.
Concédeme ejemplos que me cautiven. Condúceme siempre más cerca de ti, para que te adore no solamente en el Sacramento del amor. Enséñame a adorar tu voluntad en la vida diaria. Enséñame a rezar: “Hágase tu voluntad, cuándo, dónde y cómo quieras”.
Sé que tu mismo harás en mi lo que deseas que yo haga. En mi llevas la carga que me confías. Tú mismo amas en mí y por mí. Por ser Tú el centro de mi vida, porque tú, mi Dios y mi todo, vives y actúas en mí, puedo vivir actuar y amar.
Regreso ahora del silencio a la vida diaria. Pero no voy solo, como antes. Respiré, tomé nuevo aliento, me desahogué, descansé, me “cargué de provisiones”. Estoy nuevamente conciente de quién sostiene mi vida. Sé, otra vez, dónde está mi centro.
Fuente: Circular del las Hermanas de la Adoración
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