Misa concelebrada en la fiesta de Nuestra Señora de la Merced
24 de septiembre de 2008
Queridos hermanos:
1. Nos hemos reunido para celebrar, una vez más, la fiesta de Nuestra Señora de la Merced, Patrona de nuestra Arquidiócesis.
La Virgen de la Merced acompaña el peregrinar de nuestro pueblo desde los comienzos de San Miguel de Tucumán en Ibatín.
Hemos llegado desde todas las comunidades –de cerca y de lejos- como hijos suyos, con el deseo de honrarle y manifestarle nuestro amor, ante su imagen bendita.
Queremos agradecerle las innumerables gracias que nos alcanza del Señor; confiarle las necesidades, las alegrías, los sufrimientos, los trabajos nuestros de cada día y suplicarle su intercesión para ser perdonados de nuestras infidelidades y omisiones.
Pero hemos venido, especialmente, para que en este encuentro comunitario y eclesial, Ella nos muestre y nos acerque a Jesús, el fruto bendito de su vientre.
Por eso este encuentro con María nos debe ayudar a renovar nuestra opción por Cristo y su Evangelio para ser verdaderamente sus discípulos misioneros.
Esta opción por Cristo debe llevarnos a vivir coherentemente las exigencias de nuestra fe con un estilo de vida conforme al Evangelio.
2. En el texto evangélico que hemos escuchado, María es saludada como la “llena de gracia”. También se la podría traducir como la “inmensamente amada”. Dios, verdaderamente, nos dirigió a cada uno de nosotros esta exclamación cuando fuimos bautizados. También se nos repite hoy, en esta Eucaristía, porque en Jesús somos inmensamente amados por el Padre.
“El Señor está contigo” continúa diciendo el ángel.
La Virgen responde al saludo del ángel con desconcierto y se pregunta “qué podía significar este saludo” y luego interroga “¿cómo puede ser esto? Y finalmente responde con el “sí” de la obediencia, el “sí de la sierva del Señor”.
El “sí” de María en la Anunciación es el que el Señor había estado buscando desde la caída de Adán, es el “sí” que se cumple perfectamente en Cristo.
Este “sí” será pronunciado a lo largo de los siglos por tantos cristianos santos, por tantos simples fieles que han elegido seguir a Cristo en sus vidas.
Es este “sí” que el Señor espera de cada uno de nosotros. Espera que seamos verdaderamente sus discípulos misioneros.
3. En el Evangelio de San Lucas, la Santísima Virgen se profesa por dos veces “La servidora del Señor”: cuando presta su asentimiento al mensaje del ángel (cf, Lc. 1,38) y cuando proclama la grandeza del Señor por las obras grandes que ha hecho por ella (Cf. Lc. 1,49).
El título de “Servidora del Señor” se ha de interpretar a la luz de Jesucristo, ya que él, “no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud” (Mc. 10,45). En la Ultima Cena, Jesús se revela como el que sirve: “Yo estoy entre ustedes como el que sirve” (Lc. 22, 27).
En esta fiesta le pedimos a Nuestra Señora de la Merced que nos enseñe a servir con amor.
Sólo es verdadero discípulo del Señor, el que está dispuesto a servir como él. En efecto, el servicio, es decir, atender a las necesidades de los demás, es el signo de los cristianos.
El cristiano es el que debe difundir en la comunidad y en la sociedad el espíritu de servicio, tan necesario hoy día. Porque pareciera que cada uno busca su propio interés, su propio beneficio, su propio provecho, busca que todas las cosas y hasta los demás lo sirvan a él.
En la Eucaristía, el Señor se nos ofrece como alimento de nuestra vida cristiana. La Eucaristía nos da la fuerza para servir a nuestros hermanos.
4. La Iglesia está en la sociedad para servirla.
La Iglesia, siguiendo a Cristo, está al servicio de la vida: de la vida divina y de la vida humana.
El primer servicio que presta la Iglesia a los hombres es anunciarles la verdad sobre Jesucristo.
El servicio que la Iglesia presta busca que nuestros pueblos tengan vida plena en Jesucristo.
Es poner a los hombres en contacto, en comunión con Jesucristo, que es la Vida: “Yo soy la Resurrección y la Vida” (Jn. 11,25).
La Iglesia anuncia que Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, vino al mundo a hacernos “partícipes de la naturaleza divina” (2 Ped. 1,4), a participarnos de su propia vida. Es la vida trinitaria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, la vida eterna.
5. La vida en Cristo sana, fortalece y humaniza.
La vida nueva de Jesucristo toca al ser humano entero y desarrolla en plenitud la existencia humana “en su dimensión personal, familiar social y cultural” como afirma el Papa Benedicto XVI.
La Iglesia proclama la Buena Noticia de Dios que nos conduce a la vida.
Pero las condiciones de muchos hermanos nuestros, abandonados y excluidos en su miseria y su dolor, contradicen este proyecto del Padre. El Reino de vida que Cristo vino a traer es incompatible con esas situaciones inhumanas.
Hoy, desgraciadamente, nos encontramos con el flagelo de la droga que está destruyendo, especialmente a los jóvenes.
La droga es sinónimo de muerte.
En mis recorridos por la arquidiócesis recojo el eco doloroso de muchas familias, cuyos hijos están atrapados por los efectos de la droga y sus secuelas de muerte y destrucción. Asimismo, muchos docentes me manifiestan su preocupación y su impotencia para resolver este flagelo que está llegando hasta los niños.
El desafío es grande. Tenemos que reconocer que la droga está instalada entre nosotros. No podemos permanecer indiferentes. Entre todos debemos generar una red social que propicie la cultura de la vida que comprenda a padres, docentes, funcionarios, medios de comunicación, instituciones religiosas y a todos los ámbitos sociales. La situación es grave y requiere una acción mancomunada de toda la sociedad, que pueda transformarse en política de Estado.
Éste es un problema de toda la sociedad, pero las autoridades son las primeras responsables en responder a este desafío. Para ello se debe concientizar a la sociedad y luchar contra el tráfico de drogas. Son deberes ineludibles.
6. El proyecto de Jesús es instaurar el Reino de su Padre. Se trata del Reino de la Vida, de una vida plena para todos.
Por eso nos pide a nosotros: “Proclamen que el Reino de los Cielos está cerca” (Mt. 10,7).
Asumamos el compromiso de ser una Iglesia misionera. Que cada comunidad cristiana sea un centro de irradiación de Cristo. Se trata de salir de nuestra conciencia aislada y de lanzarnos con valentía y confianza a la misión: “Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos” (Mt. 28,19).
Que Nuestra Señora de la Merced nos enseñe a servir con amor a nuestros hermanos para ser, verdaderamente, discípulos y misioneros de Jesús.
No hay comentarios:
Publicar un comentario